Pasan los años y uno no puede pasar de largo delante de lo que un día fue el Estadio Insular. Ahí fuimos niños soñadores, vimos jugar a nuestros ídolos y compartimos momentos inolvidables con muchos seres queridos que ya no están en esta dimensión del tiempo. Cuando se construyó esa instalación deportiva estaba en las afueras de una ciudad que se fue expandiendo hasta dejarla dentro de su caótico urbanismo y de la falta de previsión que sigue caracterizando a Las Palmas de Gran Canaria. Lo lógico hubiera sido que en aquella expansión se hubieran previsto aparcamientos y accesos adecuados, y que, en un momento dado, se hubiera podido ampliar sin problemas, como se han ampliado el Bernabéu o el Camp Nou en el centro de ciudades mucho más pobladas que la nuestra.
Pero, de repente, nos empezaron a vender la idea de Siete Palmas y nos colocaron unas pistas de atletismo para separarnos doblemente de nuestros viajes por la infancia futbolística. El estadio quedaba lejos, casi todo el mundo tenía que ir en coche y cuando llegabas te encontrabas aquella frialdad justo al lado de un cementerio. Ahora la ciudad se ha seguido expandiendo y aquellos solares de Siete Palmas ya están construidos, y también nos han enseñado el estadio psicodélico que tendremos dentro de poco para ese deporte que tan poco se parece a aquel de las camisetas de tela, el olor a jarea y el marcador manual que tantas veces recordamos con los resultados que escribieron buena parte de nuestra historia.
Abandono
En la canción de Luis Quintana se habla de que llevamos abierta la herida del Insular, y así es cada vez que recordamos, y cada vez que pasamos delante del parque de Ciudad Jardín. Yo hace tiempo que miro para otro lado. Como mal menor, me alegré, y escribí sobre ello, por ver convertido en parque aquel recinto, por la salvación de la tribuna de Preferencia y, sobre todo, por poder subir y bajar la Grada Curva o ver de cerca la de Naciente. El proyecto que se planteó como uso público y urbano respetaba la memoria y dotaba a la ciudad de las necesarias zonas verdes para no terminar convertida en un páramo de cemento. Pero como casi todo lo que se institucionaliza, a ese espacio, como al bolero, lo han dejado en el abandono, y como sigue diciendo la canción, también han matado todas nuestras ilusiones. Y todo eso sucede por el enésimo conflicto de intereses entre el Cabildo y el Ayuntamiento capitalino, como si al final no fuera un espacio público que deben cuidar poniéndose de acuerdo en sus responsabilidades y no dejándolo morir poco a poco.
Y ya sé que no se puede vivir del pasado, que ya dice la física cuántica que solo existe el presente, que viene a ser la eternidad, y no el pasado y el futuro, que cada cual construye y recrea mendazmente a su manera; pero es que en ese presente nos está afeando lo que en su día fue para nosotros el escenario de todos nuestros sueños, el lugar en el que, si cerramos los ojos, nos seguimos reconociendo con el olor de la hierba, el brillo de los focos y hasta con el número en el que nos sentábamos en aquellas gradas que sí es verdad que nos ayudaban a subir al séptimo cielo cada vez que veíamos cómo el amarillo se desplegaba por ese mismo espacio que hoy languidece. Hay lugares sagrados que habría que preservar o que recordar por todo lo que nos dieron. Y el primer lugar sagrado que destrozamos a diario es el que nos regala la naturaleza; pero luego están los que llevan nuestros recuerdos y los que querríamos seguir señalando algún día a nuestros nietos sin que se nos cayera la cara de vergüenza.