La columna de opinión tiene mucho de vida diaria: uno la puede pensar durante horas o días, pero luego las palabras aparecen con las noticias que te vas encontrando, con los paseos por las calles, con los recuerdos inesperados o con ese spleen que Baudelaire nos enseñó a buscar en las calles parisinas. También con el flanear galdosiano o, siguiendo a Antonio Machado, con los sucesos consuetudinarios que acontecen en la rúa. Justo antes de sentarme a escribir esta columna semanal me encuentro con la presencia en todos los medios de Antonio Tejero, y ese nombre es como una magdalena proustiana para los del baby boom y para los que vieron nacer y consolidarse la transición española.
Tejero era una pistola en mano, unos disparos al aire, un empujón vergonzante a Gutiérrez Mellado, era la soledad de Adolfo Suárez, y luego la radio con José María García e Iñaki Gabilondo; pero antes, durante muchas horas, fue el miedo, el silencio, el eco del franquismo subiendo por las calles de mi pueblo, la asonada que, una y otra vez, alejaba a España de la modernidad europea y democrática. Yo jugaba al fútbol cuando alguien nos dijo que dejáramos el balón y nos fuéramos para casa. No recuerdo el resultado de aquel partido, pero sí los amigos con los que corría en la cancha del barranco, y sobre todo me veo con mi amigo Tanito subiendo las calles hasta San Roque, tratando de entender lo que estaba pasando, aunque nosotros sabíamos lo que estaba pasando porque hacía poco tiempo teníamos a Franco en la pared del colegio y escuchábamos aquellos ecos marciales y violentos con los camisas azules cantando en la plaza. Fueron horas de incertidumbre, con tanques en las calles de Valencia y toda clase noticias confusas, hasta que apareció el Rey poniéndose de parte de la democracia, pero no fue hasta algunas horas más tarde cuando vimos salir a los guardias civiles por las ventanas del Congreso y cuando se confirmó que no habían matado a nadie durante aquellas horas de incertidumbre.
Tejero, desde entonces, se convirtió en la amenaza real de la democracia, pero también en un personaje que, a medida que fueron pasando los años, servía para remedar a todos esos militares fascistas que siempre están con la pistola en la mano y profiriendo esas palabrejas que apelan a la supuesta hombría y que pronuncian, una y otra vez, antes y después de la de su concepto excluyente, cuartelario y carpetovetónico de España. Con los años sí es verdad que hemos sabido mucho más de aquello que parecía un simple sainete de cuatro alocados. Recomiendo siempre Anatomía de un instante de Javier Cercas si quieren saber un poco más de aquella supuesta bravuconada. No se improvisó nada, pero por suerte todos los vientos soplaron hacia la libertad y la democracia. Tampoco fue una broma, ni un vodevil de corrala. España pudo haber regresado al blanco y negro de unos años antes, ese mismo blanco y negro con el que ahora, de repente, nos amenazan los nuevos tejerillos con su sempiterna salmodia ultramontana.

