Costes insostenibles, falta de relevo generacional y transformaciones en los hábitos sociales están empujando a los bares tradicionales del Archipiélago hacia una desaparición silenciosa. Las cifras confirman la tendencia: Canarias ha perdido más de mil bares en la última década, según los registros del INE. Una caída que, aunque menos brusca que en otras regiones peninsulares, afecta de lleno a uno de los símbolos más reconocibles de la vida cotidiana del archipiélago.
En las islas, como en gran parte de España, el bar no es solo un negocio. Ha sido durante décadas punto de encuentro, nodo social, oficina improvisada y comedor cotidiano. Sin embargo, hoy muchos de esos locales que llevan generaciones abiertos bajan la persiana sin relevo. Y cuando lo hacen, no solo desaparece un bar: desaparece un trozo de barrio.
Presión fiscal y normativa
José Miguel Sánchez, presidente de la Asociación de Restauración de Las Palmas de Gran Canaria (ARES), lo resume con claridad: “Un bar tradicional está sometido a los mismos requisitos que un restaurante Michelin”. A lo largo de más de dos décadas en el sector, ha visto cómo las exigencias administrativas y fiscales se multiplican, haciendo inviable la continuidad de muchos negocios familiares.
“El bar típico de barrio es autoempleo: trabaja el dueño, su pareja, la hija, el cuñado... Pero entre las tasas, las licencias, los seguros sociales y los recargos, llega un punto en que no salen las cuentas”, explica. En su opinión, la burocracia y la fiscalidad no están pensadas para pequeños locales que operan con márgenes mínimos y medios limitados.
Sin relevo posible
A ello se suma un relevo generacional que no llega. “Los hijos ya no quieren seguir con el bar. Lo han vivido desde pequeños y no quieren dedicarle toda su vida a algo tan duro y tan mal pagado”, asegura Sánchez. Incluso cuando algún familiar quiere ayudar puntualmente, la normativa lo impide: “No puedo tener a mi hija echando una mano porque tengo que pagarle según el convenio y darla de alta… y ella solo quería ahorrar para sacarse el carnet de conducir”.
En muchos casos, cuando el dueño se jubila, el bar desaparece. No hay traspaso, ni venta, ni reconversión. El local cierra y se convierte en otra cosa: una oficina, una franquicia, un escaparate vacío. Y con él se va parte de la memoria cotidiana del barrio.
Bares que resisten
Paradójicamente, los bares de trato cercano y platos reconocibles siguen teniendo demanda. “El consumidor quiere identidad, quiere reconocer al camarero y pedir lo de siempre”, señala Sánchez. A su juicio, la desaparición de cadenas como Telepizza o Lizarran en Las Palmas y la resistencia de locales como La Pizza Real o el Bar Pachichi lo demuestran.
“Lo que funciona es lo que conecta con la gente. Pero esos bares también necesitan poder subsistir, y para eso hay que facilitarles las cosas, no complicárselas”, añade. Para ARES, las políticas municipales y autonómicas deberían centrarse más en proteger estos espacios “porque son parte del ADN de la ciudad”.
Su importancia como tejido social
Más allá de su rentabilidad, los bares tradicionales han jugado un papel clave en la construcción del tejido social. “En España —y Canarias no es la excepción— el bar es una prolongación de lo público. No solo se consume, se conversa, se pertenece”, explica la socióloga Claudia López Plácido.
En los pueblos, ese papel se acentúa. “Donde no hay centros de día, asociaciones ni transporte público adecuado, el bar es el único espacio de ocio activo, sobre todo para las personas mayores”, afirma. Su desaparición implica un vacío que no siempre se llena. “Muchos municipios canarios con población envejecida ven cómo, al cerrar el último bar, se diluye también la vida en comunidad”.
Cambios en el consumo
Los bares tradicionales también enfrentan un entorno cambiante, marcado por transformaciones en el poder adquisitivo y en el tipo de oferta hostelera disponible. Según la socióloga Claudia López Plácido, más que una falta de interés en acudir a bares, lo que ocurre es que muchos de los nuevos locales no responden a las preferencias ni a las posibilidades económicas de la población local.
“Vemos cómo proliferan cafeterías de brunch o bares de especialidad con precios muy altos que no están pensados para los residentes, sino para un tipo de cliente con más recursos, muchas veces extranjero”, explica. En ese contexto, salir a un bar deja de ser una opción frecuente de ocio, no por falta de interés, sino por una cuestión de acceso y estilo: “Yo, por ejemplo, puedo ir a un brunch por la experiencia, pero no es algo que vaya a hacer a diario”.
Gentrificación y expulsión
En barrios turísticos o de creciente demanda residencial, como algunos del litoral de Las Palmas, la presión inmobiliaria ha provocado una sustitución silenciosa del bar de toda la vida. “Donde había un bar con menú casero, ahora hay una cafetería de brunch con precios prohibitivos para la población local”, explica Claudia López Plácido.
La socióloga vincula este fenómeno con la gentrificación: “Se está diseñando una oferta hostelera que no piensa en los residentes, sino en un visitante con mayor poder adquisitivo. Y eso cambia el barrio. Cambia quién lo habita, cómo se vive y qué se puede pagar”. En su opinión, la desaparición de estos bares es solo un síntoma de un proceso más amplio de pérdida de identidad urbana.
Una transformación inevitable
El sector de la hostelería en Canarias no está desapareciendo, pero sí transformándose. Cada vez hay menos bares tradicionales y más locales especializados, franquicias o establecimientos gourmet. La demanda sigue existiendo, pero la forma de satisfacerla ha cambiado.
Para que los bares de siempre sobrevivan, no basta con la nostalgia. Necesitan apoyo fiscal, flexibilidad normativa y políticas urbanas que entiendan su papel social. De lo contrario, seguirán cerrando uno a uno, y con cada cierre, Canarias perderá no solo un negocio, sino una parte de su cultura cotidiana.

