Déjà vu

El 31 de diciembre se convierte en una especie de balaustrada con vistas al mar de nuestra propia existencia. Nos asomamos a nuestra biografía como quien mira atardecer en su propio espejo.

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Fuegos artificiales de fin de año desde la playa de Las Canteras. Déjà vu / LpaVisit
Fuegos artificiales de fin de año desde la playa de Las Canteras. Déjà vu / LpaVisit

A veces uno no sabe si sueña lo que escribe, lo que vive o lo que va observando por la calle. La vida nunca se repite; pero siempre se parece. La condición humana nos lleva a la grandeza de creernos lo más grandioso del universo, aun sabiendo que no somos más que un conjunto de átomos a merced del viento. Sólo de vez en cuando nos preguntamos si lo que estamos haciendo merece la pena o si estamos caminando por nuestras propias decisiones o porque nos empujan desde niños para que seamos lo que otros quieran. Cada año, como un rito iniciático, ancestral y atávico como los solsticios de verano y de invierno, el 31 de diciembre se convierte en una especie de balaustrada con vistas al mar de nuestra propia existencia. Nos asomamos a nuestra biografía como quien mira atardecer en su propio espejo.

El tiempo, ya lo sabemos, corre veloz, mucho más rápido de lo que podamos concebir con nuestro cuerpo, tan rápido que no existe porque nunca podremos concebirlo. Si acaso ya intuimos que lo inventamos cada uno de nosotros con nuestro pensamiento, el tiempo, la vida, lo que queremos y también ese futuro que juega siempre en contra nuestra porque jamás llega. El pasado tampoco está aunque uno lo recuerde. Puede ser ese sueño del que hablaba al principio, una confusión de argumentos o un punto de vista que se parece poco a lo que aconteció realmente. Los principios de año quizá sean los momentos en que más concebimos el presente; pero lo hacemos como una encomienda que se repite siempre en los propósitos y en las promesas y que nunca llega a finales de enero porque nos arrastra de nuevo el despiste de lo que queda lejos. 

Este cruce entre el final y el principio, entre un dígito que se apaga como la vela que soplamos en un cumpleaños y otro número al que nos acostumbraremos hasta no darle importancia, sí es verdad que nos detiene y nos acerca un poco más al sentido de nuestro paso por estos  días y estas noches en este planeta. Estos terrícolas que seguimos siendo, aunque esa palabreja nos haga parecer casi extraterrestres, nos asemeja a quienes estaban en las cuevas interrogando a las estrellas para no terminar enloqueciendo. Comeremos uvas, brindaremos y nos volveremos a trazar esas metas para que el año que viene sea diferente; pero el año que viene ya sabemos que es cada instante, cada momento, y por eso estos días quizá sean los que vivimos más intensamente. De alguna manera nos damos cuenta de que los números de los años sólo son añagazas para no desorientarnos, vanos intentos de atrapar el tiempo. Uno mira de nuevo a las estrellas o a esa luna de diciembre que ha alumbrado las últimas noches y se da cuenta de que seguimos siendo pequeños dioses que tenemos en nuestras manos la misma moneda que lanzamos una y otra vez al universo, la cara y la cruz de un mismo sueño, lo que queramos, lo que busquemos, todo lo que sigamos intentando. Los franceses lo cuentan mejor que nosotros con el déjà vu, lo que parece que ya hemos vivido antes y que, a lo mejor, no es más que lo que estamos viviendo siempre. 

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