Desde niño, cuando mirábamos el horizonte, soñábamos con otras orillas más allá del océano. En la zona norte y oeste de Gran Canaria, veíamos el Teide siempre entre las nubes, y en las noches atisbábamos las luces de Santa Cruz de Tenerife. No sentíamos que estábamos solos en una isla en mitad del Atlántico, porque de alguna manera nos veíamos como teselas de un gran mosaico dibujado en el agua, o en esos fondos que no vemos y que ocultan otras montañas, otros barrancos y probablemente otros sueños de vexistencias lejanas en todos los ojos abisales de la vida que habita en ellos.
Estos días, desde la Avenida Marítima de Las Palmas de Gran Canaria, se ha visto Fuerteventura, y ese contorno es como una veta de esperanza cuando amanece porque cerciora los sueños de cuando éramos niños e inventábamos mundos nuevos más allá de esa línea del horizonte que Martín Chirino convierte en una espiral todo el tiempo, creo que con la intensión de demostrar que nada comienza, ni termina en ninguna parte, y que solo es una incapacidad humana no poder ver la perfección de ese rompecabezas que es el universo.
Estudio
Pero estos días, también ha aparecido un estudio en la revista Ocean and Society, en donde avisan de que en 2050 el nivel del mar ya habrá subido 18 centímetros. En aquellas imaginaciones infantiles mirando al mar, siempre dábamos por hecho que nuestra orilla seguiría siendo la orientación de nuestros sueños, y que esa orilla solo variaba con la subida y la bajada de las mareas. Pero ahora nos advierten de que ese cambio climático que muchos siguen negando, tendrá sus consecuencias, no dentro de un siglo o un milenio, sino al paso de un par de años, y que es muy probable que muchos de nosotros ya lo veamos cuando desaparezcan las playas desde las que nos soñábamos como grandes viajeros oceánicos. A partir de ese estudio, que publicó Atlántico Hoy esta última semana, se mide también el impacto sobre la economía del archipiélago y de otros lugares del planeta que tienen a las playas como los grandes reclamos para sus negocios turísticos.
Quizá ahora que les puede doler el bolsillo, y que pueden ver caer sus imperios hoteleros en poco tiempo, reaccionen y se den cuenta de que el problema no era solo medioambiental. Y ya vemos también las migraciones de quienes llegan huyendo de la desertización de buena parte de África, o esos veranos que acontecen en invierno, o las primaveras que, de repente, nos podemos encontrar en diciembre o en enero. Los que mirábamos el mar con ojos poéticos también intuimos que tendremos que buscar otras orillas e inventarnos otras islas para poder entender los ciclos de una naturaleza que es verdad que jamás ha estado quieta; pero que ahora hemos acelerado sin darnos cuenta de que, ese empuje alocado que quiebra sus ciclos lentos, puede dejarnos sin espacios donde seguir inventándonos nuestro propio sueño.
