Los otros sentidos del camino

Cuando paseas al lado del Jorge Cruz Gyorko descubres que las calles y las gentes tienen otras miradas muy distintas a las que vemos a diario

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Jorge Cruz Gyorko en la acera del Paseo Tomás Morales.
Jorge Cruz Gyorko en la acera del Paseo Tomás Morales.

Siempre aprendo con él. Cada vez que coincidimos, cuando lo entrevisto o cuando me lo encuentro en cualquier cruce de caminos. Me ayuda a poner las cosas en su sitio y a no olvidar qué es lo importante, lo único importante para lo que venimos a este mundo. Vivir es un verbo que honra Jorge Cruz Gyorko cada día de su existencia. Y no es fácil su existencia, no ha sido fácil su tránsito de los últimos diecisete años. Un accidente de tráfico, dos años en coma y luego un cien por cien de discapacidad física. Era surfero, cocinero, tenía novia y muchos sueños. Sigue soñando, pero ahora viaja con su mente a todas partes y se comunica contigo a través del teclado de la tablet Habitual que lleva incorporada en la silla de ruedas.

Yo caminaba el otro día cerca de la escultura de Bartolomé Cairasco de Figueroa. Siempre que paso por allí, me detengo un segundo y le agradezco su obra y su vida, tan olvidada por la gente que pasa de largo ante el autor de esa maravilla que es la Comedia del Recibimiento. También me adentro a veces en la Catedral de Santa Ana y me acerco a la capilla en la que está enterrado, entrando a la izquierda, justo debajo de un cuadro de Juan de Roela en el que aparece Cairasco al fondo, como él quiso ser recordado, discretamente, casi en secreto, igual que habita ahora mismo entre sus paisanos y en una ciudad que él intentó que no incendiara Van der Does cuando medió con el holandés para que no hiciera lo que hizo luego al verse derrotado por los nuestros. A Jorge lo encontré cuando acababa de tener mi pequeño diálogo secreto con Cairasco, frente al Gabinete Literario. 

Venía solo, en su silla motorizada, desde su casa, que está justo al principio del Risco de San Nicolás. Yo me dirigía a buscar un libro a la librería Canaima y él iba en la misma dirección, hacia la sede de ADACEA (Asociación de Daño Cerebral Adquirido), que está en la calle Aguadulce. Fuimos juntos. Yo le dije que le acompañaba hasta su final de trayecto para saludar a su madre, a Susana Gyorko, una de las mujeres con más fuerza, entereza y valentía que conozco. Yo trataba de mantener el paso al ritmo de la velocidad de su silla y Jorge se detenía de vez en cuando para responder en la tablet a lo que yo le preguntaba o para contarme lo que íbamos encontrando por el camino. Nos encontramos la indiferencia y el egoísmo de muchos de los peatones, los baches y las barreras para entrar en muchos negocios de la zona. Jorge me iba señalando lo que los demás no vemos. Recuerdo reconocer la ciudad con muchos de esos obstáculos cuando mi hija era pequeña y tenía que recorrerla con el carrito de bebé. Ahí te dabas cuenta de la incomodidad al bajar o subir muchas aceras, de los deterioros y de todos los lugares sitios que no piensan en quienes precisan una rampa o un lugar sin grandes desniveles para entrar, salir o hacer su camino.

Hablaba de la gente porque entre la Alameda de Colón y el Cabildo sólo pasan coches por el tramo de San Bernardo y en los cruces de las calles. La mayoría de la gente no se quitaba cuando veía venir a Jorge con su silla, y los que miraban las pantallas de los móviles, que eran muchos y de todas las edades, no eran atropellados porque mi amigo detenía su silla o maniobraba rápido cuando los veía venir de frente. Yo le preguntaba si esa conducta era habitual y él reía. Jorge ríe siempre. Una vez le dije que su sonrisa era el cielo. Y si le pides que qué desearía de la gente que pasa a su lado siempre te responde con la misma palabra: empatía.

No podía ir por donde quería sino por los lugares que sabía transitables y con cierto margen para la maniobra. Inevitablemente, debía transitar por todo Tomás Morales hasta el Obelisco para evitar las aceras estrechas y para encontrar esos espacios en los que poder circular con una cierta seguridad que se ponía a prueba cada vez que tenía que cruzar las calles transversales que desembocan en el paseo que lleva el nombre del poeta de Moya. 

Yo seguía tratando de buscar la manera de ir a su lado, pero era casi imposible cuando íbamos por la acera. Lo veía sufrir con algunas maniobras, pero no perdía el tiempo en quejarse porque sabía que la queja o la llamada de atención al insolidario de turno no le iba a allanar ningún camino: sorteaba el obstáculo y seguía concentrado, muy concentrado todo el tiempo, para llegar a su destino en la calle Aguadulce. Allí llegamos y ya nos esperaba su madre, que siempre ha querido, como ha querido él mismo, que Jorge sea independiente y autónomo, y que pueda moverse solo y libre por las calles de su ciudad. Yo regresé para recoger el libro, y ahora sí iba mirando todo el rato los lugares por los que no podría pasar Jorge, esos coches subidos en las aceras, esas aceras con deterioros que las vuelven casi intransitables y toda esa gente que nunca se echa a un lado venga quien venga de frente. Había conductores, sobre todo nos sucedió al atravesar la calle Buenos Aires, que ni siquiera se detenían en el paso de peatones cuando lo veían esperando. Unos días después de encontrarmos, Jorge me envió un mensaje con los emoticonos del enfado y la tristeza: su silla se había averiado por todo el traqueteo de los obstáculos y de los adoquines. Se la arreglarían, pero ya sabe que lo que va a encontrar cada vez que salga, a no ser que poco a poco seamos menos egoístas, será un paisanaje poco receptivo y solidario, y también unas calles que olvidan a quienes no pueden seguir los mismos pasos que la mayoría.