Los vestigios de un sueño

El Estadio Insular fue el escenario más sagrado e inolvidable de nuestra idealizada memoria futbolera

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Imagen del parque del Estadio Insular el 29 de diciembre de 2022.
Imagen del parque del Estadio Insular el 29 de diciembre de 2022.

29 de diciembre de 2022. Quedan pocas horas para que termine el año. Contamos el tiempo sin tener en cuenta que el tiempo y el espacio no son más que dos entelequias, dos recreaciones mendaces que nos sirven para pensar que controlamos nuestra existencia. Estoy justo enfrente de la Grada Curva del Estadio Insular. Es imposible que sea tan pequeña. No puede ser que este espacio que yo siempre recreo en mi memoria como un escenario interminable ocupe tan poco césped y tan poco cemento, o que en esa grada de Tribuna no haya más que un par de filas, y que tampoco encuentre un eco de altavoces, luces de focos o el atrezo que hace que ese lugar sea probablemente el que guarde mis mejores y más épicos sueños, los que más he idealizado, y también la emoción que logra que nunca pase el tiempo.

Fue la gran herida. Nunca entendí que desapareciera el Estadio Insular. Menos mal que luego, en el proyecto del parque urbano, conservaron parte de nuestra memoria futbolera; pero nunca puede ser lo mismo. Tampoco el estadio, cuando lo visitabas vacío, era como uno quería que fuera, como había sido siempre con el bullicio, con la trompeta de Fernando el bandera, el Kalise pa los nervios, el humo de los puros y de las jareas, y el olor del césped desde que salíamos de las bocanas hacia el graderío, sobre todo si era de noche y la hierba verde, el pasto de los sueños si lo contara un bonaerense, ya pasaba a ser otra cosa, una especie de recreación casi perfecta de lo que necesitabas para ser feliz un par de horas cada dos semanas. Porque no sólo era el partido, a veces el encuentro era lo de menos. Estaban los prolegómenos, subiendo o bajando con mi padre y mi abuelo las escaleras que comunicaban el Paseo de Chil con la grada de Preferencia en la que veíamos entrar y salir a los jugadores, o la posibilidad de ver de cerca a Iríbar, a Claramunt o a Enzo Ferrero y conseguir un autógrafo sin problemas, ni aticismos ególatras, tanto fuera como dentro del campo. 

Los niños, antes de las vallas, podíamos saltar con cuidado a los laterales del terreno de juego. Yo me solía sentar detrás del banquillo de la Unión Deportiva, y a unos pocos metros veía a todos mis ídolos, que siempre vestían de amarillo. No concebía un ídolo que no fuera entonces de los nuestros. Muchos de los otros eran mitos que salían en la tele a todas horas, pero ninguno de ellos superaba a Tonono, a Germán, a León o a Castellano. Guedes murió cuando yo era muy pequeño. Lo tuve que ver jugar, pero lo que recuerdo siempre es el impacto de su muerte y aquel busto que estaba justo antes de salir a la bocana de la grada de Preferencia. Era como uno de los santos que veíamos en las iglesias, algo sagrado, mítico, y además vivo en el recuerdo de cada uno de los mayores que te hablaba de sus pases a León o a Gilberto II, o de sus gritos dentro del campo para que no se durmiera nadie mientras el balón rodaba por el césped. Luego llegaron mis verdaderos ídolos, los argentinos, con Carnevali, Wolf, Morete y Brindisi a la cabeza. Siempre digo que Miguel Ángel Brindisi es el jugador más grandioso que vi jugar de cerca muchas veces, por su dominio y su golpeo del balón, por su inteligencia y por la caballerosidad de cada uno de sus gestos. Y también lo eran cada uno de los canarios de aquellos equipos que dejaban de ser humanos desde que aparecían en el Insular vestidos de amarillo, de aquel amarillo de tela y de un tono rutilante que se volvía todavía más hipnótico cuando le daban de lleno los focos por la noche, porque todos los partidos de entonces eran por la noche: a las ocho y media, los sábados, en el Insular, empezaba la fiesta.

Ahora vuelvo y no me creo que todo aquello sea tan pequeño. Desde donde yo me sentaba me impresionaba la Grada Curva (con la Preferencia Puerta 12) y la extensión de los arenales, todos aquellos aficionados que se arremolinaban entre otro amarillo lejano. No era como lo veo ahora. Desde niño aprendimos que, si se desarmaban, los juguetes perdían todo su encanto y desaparecía el enigma. Tampoco era así para los que entonces tenían más de veinte años y saltaban a ese campo a jugar como quien interpretaba su propio anhelo. Le he preguntado a dos de aquellos jugadores qué sentían cuando miraban desde el área de Naciente, delante de Fedora, hacia la Grada Curva y las arenas. Los dos fueron los defensas que interceptaban los ataques de Santillana, Mario Alberto Kempes, Quini, Hans Krankl, Fernando Morena, Iriguíbel, Satrústegui, Keita, Biri-Biri o Lobo Diarte. Ellos nunca le dan importancia a lo que hicieron: uno de ellos, mi otro gran ídolo de aquellos años, jugaba con el 5, era líbero, y Miguel Muñoz lo había cambiado de extremo a defensa como mismo hizo con Gerardo poco más tarde. Se llama Felipe Martín y llegó a ser internacional con Kubala, otro grande que pisó el Insular, como lo pisaron Di Stéfano, Beckembauer, Johan Cruyff o Maradona (Pelé también pisó ese césped, pero no como jugador). El otro era el marcador implacable, el pundonor, el número 4 que siempre se tiraba donde hubiera que tirarse si había que evitar que pasara la pelota o el delantero que tenía delante. Se llama Roque Díaz: sigue siendo la bondad personificada y también sigue regalando esa cercanía tan distinta a la de cualquiera de esos jugadores de ahora que no suman tantos partidos en Primera, ni en la Copa de la UEFA, ni en una final de Copa del Rey; sí, ellos dos formaban el centro de la defensa en aquella final que perdimos contra el Barça en Chamartín, la que llevó a Madrid la mayor cantidad de grancanarios que se recuerda hasta ahora en un mismo lugar en la Península. Allí tocaron Los Gofiones, los de Totoyo y Pedro Lino, y allí, en ese partido, nació la mítica Banda de Guayedra, fundada por Manuel García Álamo y Jerónimo Martín Trujillo, el padre de los gemelos; uno de ellos, Juan Ramón, alcalde de Agaete hasta hace poco tiempo.

Llamo a Felipe Martín a través de su hijo Jonay para que me cuente, y lo primero que recuerda son sus inicios: "Llegué en 1973, con diecinueve años, a la Unión Deportiva, al equipo que cuatro años antes había quedado subcampeón de Liga y el anterior tercero, que contaba con grandes jugadores internacionales y donde todo era grandioso; pero lo que más me sorprendió fue ver esa Grada Curva por primera vez repleta de gente: mirabas hacia arriba y nunca se terminaba porque llegaba hasta la montaña poblada de aficionados. No estaba acostumbrado —añade— a ver tanta gente, me impactó muchísimo".

Felipe también recuerda que "toda la afición del estadio nos daba un extra en el partido, pero esa grada era especial". "En el sorteo de campo —explica— siempre atacábamos primero hacia la Curva porque teníamos un delantero más; pero sobre todo, al cambiar de campo, uno notaba que había también un defensa más, y ese jugador era la grada. Desde aquí —concluye el jugador orotavense— le doy las gracias a esa afición, a toda la afición del estadio y de la Unión Deportiva porque me recibió con los brazos abiertos y me apoyó durante los catorce años que estuve en ese gran equipo, junto a maravillosos compañeros que luchábamos con un solo fin: dar lo mejor para la Unión Deportiva Las Palmas".

Roque se emociona cuando le pido que me cuente las sensaciones de aquellos partidos en el Insular, y con la voz entrecortada me dice que es casi imposible contar lo que vivía "porque estabas en otro mundo, extasiado por estar en un lugar mágico, rodeado de tantos fenómenos del fútbol de aquella época, imagínate lo que era eso para un chico de la cantera, lo que podía sentir cuando estaba en ese campo, o miraba a la grada rodeado de todos mis grandes ídolos".

El jugador grancanario también insiste en que lo que sentía "era una admiración y un orgullo tremendo por la afición". "Había un orgullo especial —recuerda— cuando estabas en aquel campo, un orgullo y un respeto por ser canario y por tener la suerte de jugar en aquel gran equipo y en un estadio inolvidable".

Cuando se pierde, porque ahí también sufrimos algunas derrotas que todavía escuecen la nostalgia, uno aprende a buscar el lado menos amargo y la perspectiva más halagueña de todo lo que pudo ser un fracaso. Por eso quizá celebro que en ese parque, y en la rehabilitación de la Tribuna que realizaron las arquitectas Elsa Guerra y Noemí Tejera, tuvieran en cuenta los vestigios de aquella épica, las gradas o la tribuna que hoy, aun desde esa pequeñez, y faltando casi todo el resto de piezas de aquel puzle perfecto, nos permiten rearmar esos sueños, recuperar las voces, los olores y tantos goles inolvidables. También nos deja ver a aquel niño que fuimos y que era más pequeño que los tornos de hierro que había que atravesar antes de entrar en el templo, y ese niño, además, puede sentir la mano segura de su padre o de su abuelo entre la muchedumbre, porque, al igual que le sucedía a Felipe dentro del campo, nos sucedía a los niños que veíamos, desde el Paseo de Chil o desde Mas de Gaminde, a toda aquella gente que caminaba rápido para no perder detalle de lo que algún día terminaríamos contándonos para que nadie nos dijera que sólo habitábamos una entelequia. Quizá lo fuera y lo idealizamos ahora como sucede con tantas vivencias de cuando fuimos niños; pero yo, cada vez que piso la hierba que queda en donde pisaron Germán, Guedes, Tonono, Felipe, Roque, Morete o Brindisi, vuelvo a estar allí, ya sin este espacio y este tiempo, como cuando Alicia atravesaba aquel espejo para salir de aquí como si fuera un juego. Y eso es lo que era, el mejor de todos los juegos en el escenario más sagrado e inolvidable de nuestra idealizada memoria futbolera.