Una escritora rosarina mirando hacia un azul galdosiano

Recorremos Las Palmas de Gran Canaria acompañados por la mirada de la escritora Valeria Correa Fiz

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Valeria Correa Fiz en la Catedral de Santa Ana de Las Palmas de Gran Canaria.
Valeria Correa Fiz en la Catedral de Santa Ana de Las Palmas de Gran Canaria.

Las ciudades se crean con palabras. Se inventan. A veces incluso se sueñan mucho antes de conocerlas. También se leen y están llenas de historias, de vidas y de letras. Por eso me gusta recorrerlas con quienes escriben y, de alguna manera, también las reinventan. Hace unos días estuvo por Las Palmas una de las escritoras que más admiro y que más estimo ahora mismo en el mundo de las letras hispanoamericanos, la argentina Valeria Correa Fiz. Venía como presidenta del jurado del Premio Internacional de Novela de Misterio e Intriga Ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, un premio que recayó en una obra que no deberían perderse. Se titula El crimen del siglo y la escribe Francisco López Serrano. Esa novela también reinventa una ciudad y un pasado. Venecia es un argumento que uno no puede dejar de leer desde que abre la primera página; pero ya hablaremos en otro momento de esa prodigiosa novela.

Valeria es rosarina, una poeta que te va abriendo dimensiones del alma a medida que la lees y una escritora de relatos que va creando siempre un mundo propio, un paisaje siempre reconocible entre sus palabras que en su último libro, Hubo un jardín, creo que roza lo que todos soñamos escribir en las distancias cortas, y además lo hace con la hondura de la poeta y con la perspicacia y la mirada de quien nunca pasa de largo por ninguna parte. En Las Palmas tampoco pasó de largo el día que estuvo. Quedamos a primera hora de la mañana y comenzamos el recorrido de la ciudad delante de Bartolomé Cairasco de Figueroa. Era un guiño, un recibimiento de quien nos escribió hace siglos para que nunca nos olvidáramos de nosotros mismos. Detrás estaba el Gabinete Literario, y allí se fue enseguida la mirada de Valeria, atravesando su entrada y yo creo que pergeñando algún argumento de los que escribe ella, irónico, poético y decadente a veces, con ese aire de tiempo pasado en el lujo de las molduras y en los espejos de las paredes y de nuestros propios recuerdos. Le conté que allí tocaba el piano Camile Saint Saëns cada tarde como quien curaba una herida en un paraíso inventado con sus manos melodías que iban atemperando todo lo que la vida le había ido quitando en París hasta dejarlo, finalmente, como un náufrago sabio paseando por una ciudad colonial de principios del siglo XX.

Luego seguí con Valeria hasta la Plaza de Santa Ana para que viera la ciudad como veía Madrid Luis Vélez de Guevara, desde lo más alto de la Catedral y con la perspectiva de quien intuye todas las pequeñas existencias que sueñan y caminan por las calles. Le iba preguntando para que me contara lo que estaba viendo, y ella, claro, se fijó en nuestra condición inevitablemente Atlántica. Ya de vuelta a Madrid le pedí que me escribiera algunos detalles de su visita a la isla y esto fue lo primero que me envío: "Desde lo alto del mirador de la Catedral comprendo que la forma de la isla deriva de la fuerza del mar al que se le opone. Pero no es posible hablar del mar: nunca cabe su magnificencia ni la belleza azul en las palabras que lo describen" .Y así creo que somos, hijos del mar, de sus azares y también de sus silencios cuando el agua parece detenida entre dos tiempos, como si siempre fuéramos un horizonte que buscamos aquellos imposibles de los que escribía Alonso Quesada cuando se asomaba a los peñascos de la isla.

Desde la Catedral salimos a callejear por Vegueta y acompañé a Valeria hasta el Museo Canario. La quise dejar sola en ese espacio casi sagrado que creó Gregorio Chil y Naranjo contra el olvido. No le conté lo que iba a encontrar en la segunda planta. Visitó la biblioteca y el trabajo, casi impagable y diario, que realizan allí Juan Gómez Pamo, Luis Regueira y Fernando Betancor y ya, con la distancia de los días y las sombras, sí me contó: "De los lugares visitados, me quedo con la magnífica sala Verneau del Museo Canario, dedicada a la antropología física. Una espléndida danza fúnebre que con los huesos escribe una biografía. Los dolores y enfermedades, las deformidades congénitas y las derivadas de las violencias padecidas por la población aborigen de Gran Canaria nos hablan desde ese pasado óseo y sus marcas". Y para seguir las marcas de la vida, lo que Faulkner decía que hacían quienes escribían, esto es, aproximarse todo lo posible al conocimiento humano, nos fuimos a la casa de alguien a quien los dos tenemos como un ejemplo de tenacidad, de talento y, sobre todo, de gran obervador de todo lo que acontece en esas rúas con los eventos consuetudinarios de los que escribía Antonio Machado. Cruzamos el Guiniguada después de explicarle a Valeria dónde estaban los puentes y por dónde seguía corriendo, sumergido y silente, el barranco, y llegamos a la Casa de Benito Pérez Galdós, y de ahí la amiga y escritora rosarina que vive en Madrid, y que recorre a diario esa ciudad con el mismo sigilo y el mismo asombro galdosiano, sí reconocía que "sorprende el artista polifacético que fue Galdós".

 “En su casa-museo —nos cuenta Valeria—, pude ver algunas de sus pinturas marítimas, los muebles que diseñó, su piano, sus lecturas; en suma, pude ser testigo de los vestigios de una mente artística, inquieta y curiosa, cuyos deseos son hoy solo un puñado de recuerdos. Todo el resto es literatura". Y así es, todo el resto es literatura, aquel espejo en el camino del que hablaba Stendhal, lo que vemos y lo que no vemos cuando nos asomamos a las ciudades que habitamos sin darnos cuenta muchas veces de todas las palabras que uno puede encontrar cada día cuando camina por ellas. Siempre que llega alguien y nos ve por vez primera es como si estrenáramos el mundo ante otros ojos. Eso sucede también con las calles y las plazas que habitamos. Y luego está el mar, pero como dice Valeria, "nunca cabe su magnificencia ni la belleza azul en las palabras que lo describen".