Hay ciudades que uno conoce sin haber transitado nunca sus calles, ciudades que se sueñan, que se recrean y que algunas veces se inventan. Algunas de ellas no las visitamos nunca y siguen formando parte de un imaginario literario que las convierte en lugares que solo reconocen los recuerdos de unas páginas que fueron levantando edificios en la ensoñación de nuestro magín, siempre atento a escapar por todos los horizontes. Pero hay otras ciudades a las que uno llega y en las que se siente sobre la marcha en su propia casa, por el idioma, por la memoria, por afinidades históricas, y porque las hemos leído cientos de veces durante años. Eso es lo que me ha sucedido con Buenos Aires. Había estado allí mucho antes de llegar por vez primera, y volveré muchas más veces, en viajes reales y en todos esos textos que no equivocaban la magia de una ciudad que ya tengo como una de mis Ítacas necesarias para cuando precise escaparme hacia calles con librerías, teatros, jardines y personajes que se asoman a ventanas cuyos cristales siempre dejan ver lo que está dentro y lo que uno intuye que hay que soñar para lograr entenderlo.
Corrientes era un tango que cantábamos en las madrugadas como cantaba el Sur Roberto Polaco Goyeneche, con San Juan, Boedo antigua, Pompeya y mucho más allá la inundación, cerca de los campos de Huracán y de San Lorenzo de Almagro; pero lo primero que visité de la ciudad porteña fue Palermo, la ruta de Borges, el Fervor de Buenos Aires de su primer libro de poemas, unos poemas en los que ya aparecen todos los temas que luego se volverán relatos y cuentos sin los que uno no entendería la existencia, en El Aleph, en Funes el memorioso o en esos jardines que se bifurcan y que van entrelazando existencias, cruzando por las aceras a los vivos y a los muertos.
Me quedé en La Recoleta, casi al lado del cementerio, y me escapaba siempre que podía a La Biela, el café en el que Borges y Bioy se sentaron tantas tardes de tantos años a hablar de la vida y de la literatura, el local donde también se reunían los automovilistas campeones en los años cincuenta, con el pentacampeón de Formula I, el mítico Fangio, a la cabeza. Había una recreación de la figura de Fangio en la puerta de La Biela; pero luego dentro, según cruzabas la puerta, te encontrabas las recreaciones de Borges y de Bioy, que era el que vivía en La Recoleta, en la misma mesa en la que se sentaban siempre. Desde lejos, parecían reales, y uno casi vivía esa sensación que deja siempre La invención de Morel, esa obra maestra de Bioy Casares a la que se vuelve una y otra vez, como quien se adentra en su propio sueño sin tener que dormir para viajar lejos.
Religión de la infancia
Pero también estaban Cortázar, Sábato o Pizarnik, y todos los cuentos, porque Buenos Aires es un escenario de muchos cuentos más que de novelas, que han tratado de desentrañar la magia de una ciudad de contrastes en donde viven casi catorce millones de habitantes. Y luego está el fútbol, esa religión de la infancia en la que ellos han tenido la suerte de ver nacer a tantos santos, desde Di Stéfano a Maradona, y sobre todo a Miguel Ángel Brindisi, aquel jugador que iluminaba los sábados de mi infancia en el Estadio Insular y que se venera y se recuerda en Buenos Aires, ya por los más viejos, porque uno empieza a encanecer en esa memoria del Huracán del 73 o del Boca en el que salió campeón con Maradona. Brindisi es uno de los elegidos de La Bombonera, de los pocos que tienen grabada su huella justo delante de ese templo del fútbol, aunque yo sea más de River que de Boca, por las procedencias de Quique Wolf y de Morete.
Seguiré volviendo muchas veces a Buenos Aires, como en todos estos años. Cuando era niño, había un amigo de mi familia que se tuvo que marchar de Guía después de que su padre estuviera detenido en el Lazareto de Gando. Nos mandaba dulce de leche y alfajores, y siempre escribía con esa nostalgia porteña del emigrante y del exiliado que ha gestado esa ciudad tan llena de cultura y de tertulias ante un mate y con todo el tiempo por delante. Espero regresar muchas más veces a La Biela para ver pasar la vida desde su cristalera, mirando hacia afuera y hacia dentro, hacia las páginas del libro y hacia la cercanía de unas aceras que seguiré recorriendo como esos jardines borgianos que no terminan en ninguna parte.
