La roca, cuando la observas mientras la golpean las olas, te enseña la resistencia de quien sabe que todo es transitorio, aunque casi todo vuelva de nuevo; que la marea bajará, que las olas cesarán, y que estará a salvo de esa virulencia que, sin embargo, nunca la derrota, porque la roca ha aprendido a erosionarse, y a volverse bella con las aristas de su resistencia.
La roca termina siendo arena, y la arena vuelve al agua, nunca desaparece; pero antes, si el hombre no la destroza para construir sus muelles, sus avenidas y sus hoteles, pasan cientos o miles de años resistiendo, aprendiendo de esos golpes insistentes del océano como aprendieron del fuego cuando nacieron desde el fondo volcánico de la tierra. Las rocas son las orillas, y también el lugar más lejano al que podemos llegar los isleños. Por mucho que corramos o tratemos de huir, siempre terminamos en una orilla, y una vez allí ya no nos queda más remedio que serenarnos, que mirar al mar y que sentirnos parte de la misma roca en la que nos sentamos a ver el horizonte inalcanzable de los que se quedan en la tierra. La roca ha visto pasar barcos, viajeros, delfines y aves que viajan de un continente a otro cuando cambian las estaciones y los vientos. No habla, pero sí cuenta si la observas, y si no se cuenta a través de los cangrejos que viven en sus adentros. También he aprendido mucho de los cangrejos desde que era niño y los veía salir de las cuevas para desafiar a las grandes olas como si fueran los heraldos o los guardianes de esas peñas que terminan coloreando su propio cuerpo.
Nicolás Estévanez o Martín Chirino tuvieron a la roca como su patria, a esas peñas que ilumina el amanecer y el ocaso, y en las que de niños soñábamos que éramos grandes descubridores de islas que inventaban nuestros sueños. Uno se siente a salvo cuando vuelve a la misma roca en la que soñaba de pequeño. Apenas nos damos cuenta de su desgaste, pero no está igual que hace cuarenta o cincuenta años, se ha ido desprendiendo de pequeñas piedras, y tiene roturas nuevas y cicatrices que solo reconocen nuestros pies desnudos cuando caminamos por ella. Muchas de esas rocas resbalan, o se asoman peligrosamente a los rompientes o a esas furnias en las que las olas se adentran como queriendo recuperar la tierra que perdieron. La roca sabe que, igual que está asomada al cielo, también estará en el fondo si finalmente no desaparece, y en ese fondo oceánico seguirá resistiendo mientras otras rocas reviven el sueño del planeta. Los humanos seremos siendo una pequeña anécdota pasajera ante la resiliencia de la roca. Lo saben la roca y el océano. No importa que no escriban. Uno solo tiene que aprender a leer entre sus clastos y sus recovecos para darse cuenta.
