Hay una idea, silenciosa pero brutal, que se ha filtrado en las cabezas jóvenes como veneno en agua clara:
"Tu futuro depende de tu desarrollo profesional".
Y aunque suena bonito, inspirador y hasta lógico en este mundo de LinkedIn, conferencias TED y coaches de productividad... es una maldita trampa. Una trampa cara. Una trampa que, si no tienes cuidado, te puede costar la vida.
Sí. Así de claro.
No estoy diciendo que trabajar esté mal. Que tener ambición sea un pecado. Que emprender, escalar o crecer profesionalmente sea cosa de idiotas.
No.
Estoy diciendo que cuando pones eso por encima de todo lo demás, te estás cavando tu propia tumba emocional.
Y te aseguro algo: el día que regreses a casa, después de cerrar ese negocio brillante, después de una ovación de pie en una sala llena de ejecutivos con trajes italianos, después de que te depositen una cifra obscena en la cuenta... y no haya nadie que te abrace, nadie que te pregunte cómo te fue, nadie que te mire como si fueras el universo...
Ese día vas a entender de lo que estoy hablando.
Pero puede que ya sea tarde.
Nos han vendido un cuento: el desarrollo profesional es el camino al respeto, al reconocimiento, a la felicidad, al sentido de vida.
Una carrera sólida. Un cargo impresionante. Un CV que hace llorar de envidia a los de recursos humanos.
Eso es lo que debes perseguir.
¿Familia? Sí, claro, eso puede esperar.
¿Pareja? Ya vendrá, primero enfócate.
¿Hijos? No es el momento, hay que estabilizarse.
Y cuando te das cuenta, ya tienes 43 años, un sueldo de cinco cifras, una reputación imbatible… y un silencio demoledor en la mesa del comedor.
No hay carcajadas de niños. No hay peleas por quién saca la basura. No hay besos inesperados mientras cocinas.
Solo tú.
Y tus diplomas enmarcados en la pared.
Y tus trofeos polvorientos.
Y tu agenda llena de reuniones pero vacía de personas que te quieran sin que les pagues.
“Pero es que sin éxito profesional no hay nada…”
Eso lo dice alguien que ya se compró el discurso.
Porque, claro, si no tienes éxito profesional, eres un fracasado.
Porque si no tienes metas, KPIs, objetivos trimestrales y proyectos escalables, ¿qué eres?
¿Una persona que vive feliz con su familia, que trabaja lo justo, que cena todos los días con su pareja y que juega con sus hijos por las tardes?
¡Qué mediocridad! (eso es sarcasmo, por si hace falta aclararlo).
Pero esa "mediocridad" es la vida real.
La que no necesita likes, ni bonos, ni oficinas con máquinas de café importado.
La que se mide en abrazos, en rutinas con sentido, en el placer profundo de tener a alguien esperándote cuando todo lo demás falla.
Hay padres que están criando a sus hijos con este mantra pegado en la frente:
“Lo más importante en tu vida es que tengas una buena carrera.”
Y lo repiten como un rezo:
—Estudia.
—Saca buenas notas.
—Hazte un máster.
—Aprende inglés.
—Sácate una carrera más.
—Gánate la vida.
Pero, ¿les enseñan a comprometerse con alguien más allá de un contrato?
¿A cocinar para alguien que quieren? ¿A cuidar? ¿A construir hogar, no solo casas?
No.
Muchos llegan a los 35 sin idea de cómo convivir con otro ser humano sin sentirse asfixiados.
Sin saber cómo hablarle a un niño.
Sin haber amado nunca de verdad.
Sin haber sacrificado nada por nadie.
Pero qué bien hacen presentaciones en PowerPoint.
Y si no me crees, pregunta a los de cincuenta que ya lo entendieron.
Pero ya no pueden volver atrás.
¿Y entonces qué hago?
Equilibra.
No tienes que renunciar a tu carrera. Solo asegúrate de que no te cueste tu alma, ni tu gente.
Construye relaciones.
De las que valen. De las que se cultivan con tiempo, paciencia y presencia.
Ten hijos si quieres tenerlos.
No esperes a estar "listo", porque listo no vas a estar nunca.
Hazte presente.
En las cenas. En los cumpleaños. En los días sin nada especial.
Cierro con una escena, imagínate esto:
Un tipo regresa a casa después de su gran día en el trabajo.
Consiguió cerrar un contrato que le va a cambiar la vida (eso cree).
Tiene hambre, cansancio y una alegría extraña.
Abre la puerta.
Silencio.
No hay nadie.
Ni pareja.
Ni hijos.
Ni fotos en la repisa.
Ni cena.
Ni ruido.
Ni hogar.
Solo éxito.
Éxito seco, hueco, frío.
Y en ese momento se da cuenta: ha ganado la partida equivocada.
No juegues ese juego.
O al menos, no juegues solo