Los trenes de las fronteras

Hay noches de trenes y pateras que no amanecen en ninguna parte

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Imagen del panel informativo del tren que une Liubliana con Opcine unos minutos después de la detención de los inmigrantes afganos
Imagen del panel informativo del tren que une Liubliana con Opcine unos minutos después de la detención de los inmigrantes afganos

Una carrera alocada, eso es lo que me parece la historia del ser humano en estos momentos. No se mira al futuro cara a cara sino que nos vamos escondiendo de las evidencias del presente, dejando tierra quemada a nuestro paso, pensando que serán otros los que arreglarán este desastre climático, territorial y económico que estamos improvisando. Nos cegamos con lo que está cerca al mismo tiempo que creemos que estamos mirando el universo a través de las pantallas. Pero el rastro que vamos dejando ahora mismo es un caos como el que condujo a otros desastres de la historia. Creo que nunca antes, la humanidad estuvo tan cerca de hacerse el harakiri creyendo que vive una fiesta interminable.

No se rema hacia el mismo lado y muchos de los países de los que depende la economía del planeta son estados totalitarios en los que no se respetan los Derechos Humanos. Y si hablamos de otros estados vemos que la única salida que queda es la huida del hambre, de la muerte y de la barbarie de quienes lapidan o cortan las manos. Hace unos días, viajando en tren desde Liubliana a Trieste fueron subiendo en distintas estaciones decenas de afganos que acababan de desembarcar en Croacia unas horas antes. Era de noche y llovía mucho. En Trieste nos dijeron luego que nunca habían visto llover de aquella manera cuando caminábamos por una ciudad que casi se quedó a oscuras tras la tormenta. Pero los que se subieron a ese tren no eran triestinos, ni eslovenos. Esos pasajeros, como los otros que llevábamos papeles, estábamos a salvo.

 A nuestro lado, cada uno en su fila, se sentaron afganos que no tenían más de veinticinco años. No había ninguna mujer. Las mujeres no pueden escapar de Afganistán hace mucho tiempo, pero nosotros miramos para otro lado o nos centramos en noticias que crean las cortinas de humo necesarias para que no hablemos de lo que realmente es importante. Esos jóvenes venían con un billete de diez euros y un teléfono móvil. Fueron pagando a la revisora cuando se acercó a ellos y miraban con asombro todo lo que tenían delante. Yo observaba, a través del reflejo de los cristales, sus gestos, concentrados y felices al mismo tiempo, porque creían que ya habían salvado las fronteras. Ya estaban en la Unión Europea camino de Italia para luego seguir hacia Francia o Alemania. 

Unos días antes, en Lanzarote, desde las rocas de Las Caletas, muy cerca de donde estaba quedándose Pedro Sánchez, también vi pasar muchas veces a la Salvamar remolcando pateras con decenas de jóvenes que surcaban las aguas del Atlántico buscando  una vida mejor en la otra orilla, No llegaron a Opcine. El tren se detuvo en mitad del trayecto y fueron apareciendo policías. Les pidieron la documentación y el móvil. Ninguno tenía papeles. Los pusieron a todos juntos al final de nuestro vagón y los hicieron bajar en fila hasta sentarlos en el suelo de la estación de Povir. No hubo malos tratos, ni abusos de poder. En eso sí es verdad que uno se siente orgulloso de pertenecer a un lugar en el que no golpean ni maltratan a quien está retenido. Otra cosa será el destino que les espera ahora en Turquía o en el lugar por el que los devuelvan más allá de las fronteras de la UE. Una agente les explicaba que iban a ser devueltos de Eslovenia a Croacia. Ellos miraban en silencio y casi ninguna entendía el eco de las voces inglesas que sonaban en el tren (es curioso que, sin estar el Reino Unido en la UE, el inglés siga siendo nuestro idioma fronterizo). Nosotros callábamos y nos mirábamos también los unos a otros pensando en el mundo que estamos creando. Venían de jugarse la vida en montañas y mares, y volverán a hacerlo. Nosotros seguimos hasta Opcine para cambiar de tren camino de Trieste, una ciudad que sabe como pocas de guerras, razas y soñadores que salieron por su puerto como esos jóvenes que miraban los detalles tecnológicos del tren igual que miraríamos nosotros los trenes de otro planeta si tuviéramos que salir huyendo mañana de este mundo cada día más incierto. 

Nos tapamos los ojos para no querer ver lo que tenemos delante. Y nos quejamos por cualquier nimiedad sin importancia, porque no tenemos wifi o porque dos o tres mangantes especulan con el precio de las papas como ayer mismo especulaban con los aguacates. Cuando uno viaja, vive siempre más intensamente. Es mentira el viaje virtual de las pantallas, como lo es la lectura en esas plataformas preparadas para que nadie se concentre más de cinco minutos seguidos. Y si no viajamos, no leemos y no pensamos no vemos nada, o nos quejamos porque un día se queman los montes y al otro lamentamos que se ahoguen decenas de personas en nuestras costas. No dan tiempo para que reaccionemos o nos conmovamos. Incluso queda cursi conmoverse o emocionarse, pero a mí me enseñaron a mirar como un ser humano, a ponerme en el lugar del otro, en la piel y en el alma de quien vive cerca de mí ahora y en quien pueda vivir aquí dentro de cien años. No podemos seguir siendo tan egoístas, ni correr como pollos sin cabeza hacia delante. Tenemos que pararnos, mirar alrededor y tender la mano a todos los que se están quedando atrás en esta carrera suicida en la que estamos participando sin saber hacia dónde vamos. Te dicen que vivas aquí y ahora, pero venimos de un pasado y vamos hacia un futuro del que seremos corresponsables aunque no lo veamos. Hay noches de trenes y pateras que no amanecen en ninguna parte.

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