La coexistencia de comercios centenarios, que operan bajo antiguas autorizaciones o sin registro formal dentro de un marco normativo mucho más estricto, en zonas residenciales ha agitado la rutina diaria del barrio de Triana durante las últimas semanas. Primero cayó el Café Madrid —cerrado por no tener la actividad debidamente habilitada— y luego el foco se posó sobre la Panadería Miguel Díaz —denunciada por una comunidad de vecinos afectada por el hollín y las cenizas de su chimenea— y que ahora enfrenta una orden de clausura.
Pero más allá de detalles burocráticos, estos procedimientos han destapado un problema que tiene un común denominador: el Café Madrid, la Panadería Miguel Díaz o incluso otros establecimientos históricos de Triana no cuentan con licencia de apertura. Ese escenario plantea una pregunta: ¿negligencia común de los comercios o falta de control del Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria?
Reglamento posterior
La paradoja es evidente. Locales con más de cien años de vida —algunos anteriores incluso a la existencia de la obligación legal de obtener licencia de apertura— se ven ahora condicionados por una exigencia que no existía cuando comenzaron a funcionar. La obligación se normalizó en España a partir del Reglamento de 1961 sobre Actividades Molestas, Insalubres, Nocivas y Peligrosas, pero muchos negocios tradicionales siguieron operando de forma ininterrumpida bajo regímenes municipales de tolerancia o licencias genéricas.
El endurecimiento de los controles municipales, unido a los cambios legislativos de la última década, ha generado un laberinto normativo. La Ley 12/2012, de liberalización del comercio, sustituyó en muchos casos la licencia de apertura por declaraciones responsables, pero no eliminó las obligaciones de seguridad, accesibilidad o impacto ambiental. Si la inspección detecta incumplimientos o ausencia de documentación, el Ayuntamiento puede ordenar el cese inmediato de la actividad.
Casos concretos
El caso más reciente es el de la Panadería Miguel Díaz, en la calle Viera y Clavijo, que afronta una orden municipal de cierre por no disponer de licencia. El negocio, fundado en 1920, ocupa un inmueble construido en 1894 y figura en el inventario patrimonial del Cabildo con protección integral por su valor etnográfico, una catalogación que, paradójicamente, limita cualquier reforma estructural necesaria para regularizar su situación.
El Café Madrid, otro emblema de la capital con casi cien años de actividad, también ha sido objeto de medidas similares. El local fue precintado el pasado mes de septiembre al detectarse que no tenía la actividad debidamente habilitada. Días atrás, el Ayuntamiento levantó provisionalmente el precinto tras la presentación de un recurso, pese a no contar con licencia de apertura.

No se trata de casos aislados. La histórica Dulcería Parrilla, que opera desde 1906, ya cerró sus puertas en 2021 —durante tres semanas— tras una denuncia vecinal por ruidos. Aquel episodio, resuelto provisionalmente con la reapertura del local tras la solicitud de una cautelar judicial por parte de los propietarios del negocio, fue el primer aviso de un problema que, con el paso de los años, ha adquirido un carácter más generalizado en un barrio que, poco a poco, pierde su identidad con la desaparición de los comercios históricos para dar paso a franquicias.
Choque
El resultado es un choque entre la memoria urbana y el cumplimiento normativo. Para los propietarios, el proceso de regularización resulta costoso y lento, mientras que para el Ayuntamiento es una cuestión de equidad y seguridad jurídica. En paralelo, el Cabildo grancanario defiende la protección del patrimonio como garantía de preservación de la identidad urbana.
Lo que está en juego no es solo la supervivencia de tres locales centenarios, sino el modelo de ciudad que Las Palmas de Gran Canaria quiere proyectar. Una capital que aspira a ser moderna y ordenada, pero también capaz de reconocer y proteger a quienes han dado vida a sus calles durante generaciones.
