Siempre me detengo donde huele a pan recién horneado. En cualquier ciudad del mundo. En cualquier calle. Ese olor me lleva siempre a la panificadora de mi infancia, porque entonces no decíamos panadería, sino panificadora, al lugar donde acontecía aquella magia diaria que uno podía observar en primera fila, viendo la masa y luego mirando al fuego cuando abrían el horno en el que se gestaba el milagro de transformar aquellas formas blancas en el pan que acabaría en la talega que traíamos desde casa. Yo era amigo de uno de los hijos del panadero de mi pueblo, y eso era como un premio muchos sábados por la mañana. Podía ser partícipe de aquel trajín mañanero ayudando a sacar el pan y acercándome a donde el olor era tan intenso que a, día de hoy, lo recuerdo como si ese pan siguiera crepitando.
Había mandados que cumplía raudo, y había otros como el buscar el pan o ir al molino, en los que me demoraba todo que podía y en los que, además, era el primero en ofrecerme voluntario. Del molino también me queda el olor y todo el proceso que vuelve gofio el millo; pero con el pan estaba también esa tentación en la que, a día de hoy, sigo cayendo, que es morderlo cuando está caliente, probarlo como quien prueba la vida cada día para seguir constatando su alquimia. Con idas y venidas, y con algunos años fuera de la ciudad o de la isla, llevo viviendo en Las Palmas de Gran Canaria desde hace cuarenta años. En mi calle, junto a la plaza de Santo Domingo, había una panificadora que llenaba de olores todo Vegueta y en la que comprábamos el pan de madrugada o al llegar de aquellas farras de la juventud cuando Las Palmas era una fiesta de locales y de gente. Esa panificadora cerró hace años, pero había otras a las que encomendarse, y de todas, quizá fuera la de Miguel Díaz, en la calle Viera y Clavijo, la que mejor me llevaba a los olores de mi infancia.
Muchas veces, sobre todo por la mañana, varío la ruta para pasar cerca y oler a pan, o para comprar cualquiera de sus panes, sus lengüillas o sus galletas de espelta, que echaremos de menos si lo cierran. Eso fue en lo primero que pensé cuando leí la noticia hace unos días, en la orfandad de esos aromas panaderos, y también en todas esas empleadas, siempre amables, sonrientes, que llevan vendiéndome el pan desde hace años. Claro que soy el primero que defiende la legalidad y que no entiende la dejadez de todos estos años por parte de quien tiene que velar por su cumplimiento y de los distintos propietarios. Sí sé que esa panificadora estaba antes que todos los edificios nuevos de la zona, y que, por tanto, debe haber responsables urbanísticos que otorgaron licencias sin constatar el estado del entorno, los riesgos y la situación legal de ese lugar y sus industrias. Lo que uno encuentra es lo mismo que sucedió en el Café Madrid hace unos días.
Parrilla
Quedará el vacío, la tristeza, y nos acostumbraremos a una ciudad cada día más alejada de la que fue, incapaz de conservar lo poco que le queda del pasado para legarlo a los que vengan, el olor del pan, la tertulia ante un café en un lugar con aire de otros tiempos, la tranquilidad, la limpieza de las calles o la pachorra necesaria que nos diferenciaba de otras grandes ciudades en las que la gente casi enferma desde que sale a la calle. Pero uno vuelve a esas grandes ciudades, a Londres, a París, a Madrid o a Barcelona, y puede encontrar los cafés y las terrazas que marcaron su historia, y, por supuesto, sus tahonas emblemáticas. Ya la zona de Triana ha visto desaparecer casi todas las dulcerías y tahonas históricas. Menos mal que Parrilla logró salvarse después de que también fuera señalada y que uno puede pedir una palmera de azúcar y regresar al sabor que no tiene nada que ver con las franquicias, ni con la insípida y cada día más irreconocible ciudad que estamos dejando.
Hay otros lugares que también huelen a pan, negocios cercanos que menos mal que seguiremos teniendo para salvar nuestra necesidad proustiana; pero nada será igual en la zona de Viera y Clavijo si finalmente cierra la panificadora Miguel Díaz. Faltará el olor del pan, la sensación de que todo está bien aunque todo esté cayendo delante de nuestros ojos atónitos. Sí se mantendrá el olor de la basura y de las calles con meadas repetidas, ese será el olor que nos quede. En esa misma calle, el olor del pan recién horneado de Miguel Díaz era el que lograba salvarnos del hedor de los contenedores que están al doblar Perdomo o de los que te encuentras cuando pasas Domingo J. Navarro. Ya ahora no habrá nada que separe la conexión de las basuras y de ese mal olor que solo quita la lluvia algunos días. Los papeles de toda esa porquería entiendo que están en orden y que, por tanto, todo está bien para quienes deciden actuar tan contundentemente donde quizá tenía que haber habido un poco más de empatía.
