Imagen del arcoíris el pasado 13 de noviembre en Las Palmas de Gran Canaria. / AH
Imagen del arcoíris el pasado 13 de noviembre en Las Palmas de Gran Canaria. / AH

Afiladores, alborotadores, camisetas amarillas y arcoíris

Otra vez las dos Españas frente a frente, pero ahora con jóvenes nacidos en un siglo en donde no ha habido guerras y sí el más largo periodo de convivencia y paz que ha conocido el país

El día empezó con sonidos de otros tiempos. No había clases en los colegios, pero ahora los colegios se meten en las casas y nuestros hijos se tienen que sentar delante de una pantalla como si estuvieran en el aula. A nosotros no nos suspendían las clases por temporales; pero las pocas veces que no teníamos que ir al colegio era la fiesta y la libertad, lo dejabas atrás, lejos, en ese eco aburrido de las fórmulas y de las tablas de multiplicar de las matemáticas. Nunca me gustó ir al colegio porque me sacaba de los juegos de la calle, de los barrancos, de las playas y de la libertad creativa con mis amigos, improvisando juegos y divertimentos.

Al final, Claudia no se acercó a la capital grancanaria y descargó donde siempre queremos los insulares que descarguen las borrascas, en las presas y en las maretas, o donde están las tierras plantadas de papas y no de edificios o de urbanizaciones cuyas escrituras, como dicen los viejos, serán siempre de las aguas. A media mañana, sí hubo un sonido que me llevó de inmediato a la infancia, lo escuchaba de fondo mientras bajaba por la calle Domingo J. Navarro hacia Viera y Clavijo. Era un afilador, hacía mucho tiempo que no escuchaba el silbato del afilador, el mismo que a nosotros nos convertía en unos perros de Pavlov que, sobre la marcha, íbamos a buscar las tijeras y los cuchillos a casa para asistir a aquel proceso mágico que acontecía encima de una bicicleta.  El día fue pasando, y al final llegó la lluvia; pero apareció cuando el sol todavía seguía brillando y dio lugar a ese milagro que es siempre un arcoíris, el mismo que vio Noé en el Monte Ararat cuando terminaron los días del diluvio. 

Dos Españas

Por la tarde, acudí a una entrevista en Canal 13 Canarias y salí cuando ya estaba oscureciendo el día. La cadena televisiva tenía su sede por la zona de la calle Churruca más cercana al Estadio Insular, que era donde aparcaban los coches de los que venían del norte de la isla unas horas antes de los partidos de los sábados. Viajé en el tiempo de la mano de mi padre y de mi abuelo, escuchando el estruendo lejano del estadio, oliendo las jareas y los calamares secos, y reviviendo la emoción infantil de ver salir a mis ídolos al césped con aquella camiseta amarilla que nunca ha dejado de brillar en mis recuerdos, y que sigo rememorando, aunque la Unión Deportiva vista de fucsia o de negro. Bajé por Mesa y López y, de lejos, escuchaba un estruendo que sonaba al miedo de aquellos años setenta, al de los que no querían que llegara la democracia y lanzaban consignas incendiarias, tan incendiarias que, visto lo visto, no se han apagado más de cincuenta años después.

 Me fui acercando y me encontré a cientos de jóvenes nacidos en este siglo con banderas con la cruz de Borgoña y lanzando consignas igual de agresivas que las que nos asustaban cuando éramos pequeños. Al otro lado, también había un grupo con banderas republicanas coreando consignas antifascistas. Otra vez las dos Españas frente a frente, pero ahora con jóvenes nacidos en un siglo en donde no ha habido guerras y sí el más largo periodo de convivencia y paz que ha conocido el país. Lo primero que pensé fue en el sistema educativo que no ha logrado la conciliación de la historia y que no les ha contado a esos casi adolescentes las consecuencias de esos juegos cuando se cruzan las armas y la rabia, la ignorancia y esa locura colectiva que vuelve caínes a tantos humanos en medio de la manada. 

Pero estaba claro que eso es lo que buscaba un joven al que no voy a nombrar aquí para no darle la publicidad que no merece, ni tampoco para habilitarle como el periodista que va diciendo que es por todas partes. Saqué algunas fotos, desde el estupor y pensando en lo que pensaba Stefan Zweig cuando creía que ese juego de banderas no pasaría de ser una pequeña anécdota, y que luego vio que le llevó al exilio y a millones de seres humanos a los campos de concentración. No publicaré esas fotos. Pondré la del arcoíris, que seguirá estando cuando pasen miles de años y los humanos ya no estemos por ninguna parte. Pero sí es verdad que no podemos quedarnos cruzados de brazos viendo cómo se tergiversa la historia, o cómo hay quienes, en lugar de seguir avanzando hacia la fraternidad y la tolerancia, siembran el odio y la rabia.

Mala hierba

Desde lejos, también veía la camiseta de mi equipo de infancia en el centro de todas las luces de los móviles que enfocaban a ese tipo vocinglero y matón que va por el país sembrando la cizaña y tratando de canalizar la impotencia de los jóvenes que ven cerradas todas las puertas. Y es ahí quizá donde debemos detenernos los que ya peinamos canas: o hacemos un esfuerzo para cambiar ese futuro alocado e insolidario que estamos construyendo, o veremos crecer a nuestro alrededor cada vez más mala hierba. Tenemos que hacer lo que hacían aquellos que sí vestían de amarillo iluminando nuestros sueños futboleros.

Bajaban los balones al suelo y trataban de jugar al golpito, de forma bella, por más que los otros pegaran patadas. Y hay que recordar a los jóvenes que casi siempre ganaban, y que es mentira que se gane empujando, gritando o profiriendo consignas casi sanguinarias a quienes no piensan como ellos. Ellos estaban allí porque entre todos hemos logrado construir un país tolerante. Podían manifestarse. Y eso se consiguió jugando bonito, en equipo, aunque haya muchos que nos traicionen muchas veces. Si eso sucede, los cambiamos y ponemos a otros mejores; pero nunca se nos ocurrió romper el balón, que siempre ha sido redondo, como este planeta que va girando y viendo cómo los seres humanos van repitiendo los mismos errores siglo tras siglo, milenio tras milenio.